Época: Reinado Fernando VII
Inicio: Año 1820
Fin: Año 1823

Antecedente:
El Trienio Constitucional

(C) Rafael Sánchez Mantero



Comentario

Austria, Rusia. Prusia y la misma Francia, en la que se había restaurado la Monarquía borbónica en la persona de Luis XVIII después de la caída de Napoleón, habían contemplado con creciente inquietud el establecimento en España de un régimen constitucional en el que prevalecían los principios reflejados en la Constitución de 1812. No obstante, la diferente situación de cada una de estas monarquías y los distintos intereses que estaban en juego, explican la diversidad de posturas que adoptaron ante lo que estaba ocurriendo en España. Francia era, por razones de vecindad, la que con mayor atención vigilaba el proceso político español. Para un país que acababa de salir de una larga y profunda revolución y que en aquellos momentos se hallaba regida por la misma familia de soberanos reinante en España, el triunfo de los liberales al sur de los Pirineos no sólo ponía en inminente peligro a la persona de Fernando VII, sino al mismo sistema galo de la Carta Otorgada de 1814. Sin embargo, la experiencia de la primera etapa del gobierno absoluto del monarca español había sido tan funesta, a juicio de los franceses, que el gobierno de Luis XVIII trató en un principio de conseguir la moderación del régimen constitucional, antes de tomar la decisión de apoyar ninguna intervención armada.
En el Congreso que se celebró en Laybach (noviembre 1820-mayo 1821), y al que asistieron los representantes de las potencias que la historiografía considera agrupados en la llamada Santa Alianza, Francia consiguió evadir las presiones de Rusia para que adoptase una actitud más decidida con respecto a las Cortes españolas. Así, se limitó a situar un ejército en la frontera de los Pirineos con el pretexto de impedir que la epidemia de fiebre amarilla que acababa de iniciarse en Cataluña pudiera propagarse hacia el norte.

En febrero de 1822, la subida al poder de Martínez de la Rosa indujo a pensar al ministro de Asuntos Exteriores francés, conde de Villéle, que el régimen español podía evolucionar hacia posiciones más templadas y, por consiguiente, menos peligrosas para Francia. Pero el triunfo de los exaltados pocos meses más tarde y el nombramiento de un nuevo gobierno presidido por Evaristo San Miguel dieron al traste con estas esperanzas. En septiembre de 1822, Francia sustituyó el cordón sanitario de los Pirineos por un ejército de observación, al mismo tiempo que incrementó su apoyo a las bandas realistas que actuaban al otro lado de la frontera.

Por su parte, Fernando VII, después de haberse visto forzado a aceptar la Constitución, había pedido ayuda en repetidas ocasiones a su tío Luis XVIII. A cambio de su intervención en España, el monarca español le había prometido el establecimiento de unas Cortes estamentales y la promulgación de una Carta similar a la de Francia, así como sustanciosas ventajas en el comercio con las colonias españolas de América.

No obstante, por encima de estas gestiones bilaterales se iba perfilando entre las grandes potencias europeas la necesidad de adoptar una decisión conjunta para sofocar el carácter cada vez más exaltado de la revolución española. Cuando estas potencias se dispusieron a reunirse de nuevo en Verona, en octubre de 1822, con el objeto de determinar la eficacia de las medidas que se habían llevado a cabo en Italia para reprimir las revoluciones de Nápoles y el Piamonte; ya se preveía que una de las principales cuestiones a tratar sería la de la situación de España y la postura que debía adoptarse ante ella.

El zar Alejandro acudió a Verona dispuesto a conseguir que se acabase con el ensayo constitucional español por la fuerza de las armas. Pero no quería que esa delicada misión se le encomendase a Francia, pues no confiaba en la fidelidad de su ejército ni acababa de creer que ese país hubiese extinguido completamente la llama revolucionaria. El canciller austriaco, Metternich, al que seguía dócilmente Prusia, ocupaba la presidencia del Congreso como representante de la potencia invitante. Su deseo era el de frenar las aspiraciones intervencionistas del zar, ya que pensaba que una actitud firme y unánime de las cinco potencias participantes sería suficiente para evitar los excesos de los revolucionarios españoles. El representante inglés, Wellington, se mostró totalmente contrario a una intervención en España, y aún más si esta intervención era llevada a cabo por Francia. Su actitud venía determinada esencialmente por el temor a que el gabinete de las Tullerías se asegurase -en el caso de una invasión- una influencia en Madrid que fuese perjudicial para los intereses comerciales británicos. En cuanto a Francia, su representante, el duque de Montmorency, ministro de Asuntos Exteriores, se mostró firme partidario de una intervención puesto que estaba convencido que ello reforzaría la seguridad de su país y serviría para recuperar la perdida dignidad de su ejército. Al final fue ésta la postura que prevaleció, aunque a Montmorency le costó el puesto su actitud, pues no eran éstas las instrucciones que había recibido de Villéle, quien no veía tan clara la intervención.

Antes de que las potencias se ratificasen en su decisión de intervenir en España, se intentó llevar a cabo una mediación amistosa, pero al mismo tiempo autoritaria, ante el gobierno español, que pusiese de manifiesto de una forma oficial la firme opinión de la Alianza. Así pues, se acordó el envío de unas notas simultáneas de las potencias al gobierno español en las que se exigiría la renuncia inmediata a la Constitución. La reacción del gobierno liberal fue fulminante. San Miguel, que se encargó personalmente de redactar las contestaciones, rechazó categóricamente la injerencia de las naciones europeas en los asuntos internos de España y manifestó su inquebrantable propósito de mantener "su adhesión invariable al código fundamental jurado en 1812". Ante esta respuesta, los embajadores implicados pidieron sus pasaportes, que les fueron remitidos el 10 de enero de 1823. Francia, a través de su nuevo ministro de Asuntos Exteriores, conde de Chateaubriand, trató de retrasar su ruptura con Madrid, pero al final tuvo también que retirar a su embajador La Garde. El camino hacia la intervención parecía expedito.